En la biografia El eco de los pasos, Joan Garcia Oliver fa referència als valencians en tres ocasions. En dos d’elles per a comentar les paelles que va menjar, i en una altra per a deixar-nos per escrit la visió que tenia dels valencians. Al final, el seu pare era de Xàtiva i va emigrar a Reus, on va néixer el mateix Garcia Oliver.
Sobre Garcia Oliver no ens pararem a recordar la seua extensa biografia. Anarquista i ministre durant la guerra civil, possiblement, i de manera curiosa, simplement direm que durant els primers mesos de la guerra, abans de formar part del govern de la República, Oliver va tindre més poder que quan va passar a ser membre del govern.
La primera visita a València és l’any 1922, després del congrés de la CNT a Saragossa. Garcia Oliver ja havia estat pres, però l’assassinat el 1921 de Dato va provocar la reconstitució de les garanties constitucionals i el seu posterior alliberament.
Recomane el llibre Apóstoles y asesinos, una biografia de Salvador Seguí, per a tot aquell que vulga profunditzar en aquells anys vint a la ciutat de Barcelona, on vivia Garcia Oliver.
Decidí marcharme de Zaragoza. Como estaba muy desorientado, tomé el tren para Valencia. Supuse que en Valencia, a orillas del mar, la vida y el trabajo serían parecidos a los de Barcelona. No hay como vivir para ver y aprender. Valencia tenía aspectos magníficos. Sus días son soleados y sus noches transparentes.
Vora a l’estany les granoles
canten al capvespre primaveral:
¡croac, croac, croac!
Són les dolces notes
de son himne triomfal.
És a l’hora vespertina
deis grills el magic violí
¡cri, cri, cri!
qui consola i anima
qui del cor treu el verí
Les aigues silencioses
rechs a valí corren moixament
¡glu, glu, glu!
i les llumináries pretencioses
s’hi reflexen desd’el firmament.
Sus gentes son amables y generosas. El valenciano recela siempre algo de los catalanes y de los castellanos. Es algo que ha heredado de sus antepasados, que nunca vieron con simpatía a los que tanto empeño pusieron en liberarlos de los árabes, con quienes ellos se sentían algo más que primos lejanos.
Para conocer bien a los valencianos de la capital o de los pueblecitos de sus alrededores, es menester haber comido con ellos la paella a su manera, prescindiendo de platos, cuchillos y tenedores, sólo con la cuchara frente al triángulo que cada cual traza hasta el centro de la paella. Así la comí, en compañía de Liberto Callejas, que se encontraba en Valencia en funciones de redactor de Solidaridad Obrera, y un grupo de compañeros de Picasent, cordiales y generosos. O encontrarse sin dinero en el bolsillo, no tener para comer, y ser presentado al tío Rafael, tabernero de la calle Hernán Cortés, y sentarse a comer para, al final, tener que decirle: «¿Apunta usted, tío Rafael, o apunto yo? En este momento, no tengo para pagarle». Y escuchar su respuesta: «Pues apunta tú, porque yo me haría líos con tantas cuentas pendientes».
Permanecí en Valencia unos quince días. Sin trabajo. Una paella con unos y otra comida con otros, más el refuerzo de lo que uno quisiese comer en la taberna del tío Rafael, me permitieron aguantar. Pero como aquello no podía durar, decidí regresar a Barcelona. Cuando lo decidí, me había quedado sin blanca, y había que buscar la manera de pagar el billete. Ni que pensar en el tren, muy caro para quien, como yo, nada tenía. En cambio, podía volver en la cubierta del Canalejas, un barco que salía aquel atardecer. El billete costaba nueve pesetas. ¿De dónde sacarlas? Tenía un abrigo de invierno que había sido bastante bueno, pero que ya empezaba a estar viejo. Anduve con él por las tiendas de los que compraban y vendían ropas usadas. Al fin, después de mucho andar y de mucho regatear, lo vendí por diez pesetas.
Callejas me ayudó, pagando su billete y el mío del tranvía que había de dejarme en el puerto. En la cubierta del Canalejas, ya ocupada por varias familias, me acomodé lo mejor que pude. Por vergüenza de no poder pagarle lo que le debía al tío Rafael, aquel día no desayuné ni comí. Tampoco cenaría.
Liberto Callejas va néixer a Menorca l’any 1884. Uns anys després d’esta paella, durant la dictadura de Primo de Rivera, es va exiliar a París, on va tornar a coincidir amb Garcia Oliver i el grup Los Solidarios de Durruti i Ascaso. Va tornar a Espanya quan es va proclamar la II República i va emigrar definitivament després de la guerra civil. Va morir a Mèxic l’any 1969.
Pel que fa a la visió d’Oliver, encertada, sobre la semblança entre les ciutats de València i Barcelona: Barcelona, més oberta al mar, però ambdues igual de mediterrànies. També comentar l’apunt sobre la simpatia del valencià cap a l’àrab, amb qui van conviure (i molt més) durant els 900 anys que van estar a la regió.
I el que considere el comentari més encertat: la desconfiança innata dels valencians cap als catalans i castellans, sempre volent manar sobre ells.
Sobre la taberna del tio Rafael, al carrer Hernán Cortés, desconec exactament on estava situada i si, a dia d’avui, podria ser algun dels bars que encara existeixen o s’ha reconvertit en un altre edifici comercial. Sobre aquest punt, Garcia Oliver sí que aclaris que uns anys més tard va pagar els deutes que tenia amb el taverner.
La segona paella a la qual fa menció Oliver és l’any 1937, just després que el govern de Largo Caballero acabara i els anarquistes no entraren en el govern de Negrín. Unes poques setmanes després de les jornades de Barcelona, on anarquistes i comunistes es van enfrontar entre ells en plena Guerra civil.
Antes de salir hacia Barcelona, para que guardásemos los catalanes un grato recuerdo del tiempo que habíamos pasado en Valencia, Domingo Torres, secretario general del sindicato del Transporte y alcalde de la ciudad en representación de la CNT —en cuyo puesto era muy bien considerado— nos invitó a comer una paella. Lo importante de la invitación era que la paella que comeríamos sería cocinada al aire libre por el propio Domingo Torres.
La paella bien hecha requiere de una preparación semejante a un ritual. Y tanto si es de pelo y pluma como si es pescado y mariscos —la mezcla de estos componentes se considera una irreverencia gastronómica— los ritos deben ser observados rigurosamente. La paella que nos preparó el compañero Torres resultó única, cual correspondía a su fama de magnífico paellero, uno de los mejores en el Grao valenciano.
Tuvimos paella abundante y vino en porrón. Ni una alusión a la crisis que acabábamos de vivir. Comido el arroz a la manera típica, sin platos, con una cuchara en la mano de cada comensal, sentados en torno a la paella, cada cual tomando su parte del triángulo asignado. Como árabes sentados a la puerta de su tienda, haciendo bolas del cuscús, esperando el paso del cadáver del enemigo.
Domingo Torres va ser alcalde de València durant la Guerra civil, des de l’any 1937 fins al final de la guerra, que el va trobar a Califòrnia fent propaganda per la causa republicana. Va tornar a València en la dècada dels 70, on va morir l’any 1980.
Pel que fa al comentari de Garcia Oliver, una vegada més, la referència al món àrab en el menjar de la paella. Directament sobre la paella, sense plats, compartint el caldero i menjant la part que correspon a cada ú.
A més, destacar que el propi Oliver subratlla que, ja en 1938, els valencians, independentment de la seua afiliació ideològica, consideraven que barrejar els ingredients de la paella era una irreverència gastronòmica. I és que sempre hem sabut que arròs en coses no és paella.
Per a acabar, una reflexió més feta per Garcia Oliver sobre els valencians. Dins del llibre, situada en els primers dies de la guerra civil, quan a València encara no s’havia decidit si els militars sublevats acabarien sent derrotats o si la regió continuaria fidel a la República.
Mi padre era oriundo de Játiva, y yo dediqué bastante tiempo a la comprensión de Valencia y su región. Anduve por su huerta, por la mañana, durante el día y a la hora malva del atardecer, cuando empiezan a cantar los grillos, a croar las ranas, a correr las aguas por sus acequias.
Encima de sus campos labrados, la luna brilla como en ninguna otra parte. El valenciano se siente feliz en su huerta, frente al mar, en las largas calles de sus pueblos, donde juega a pelota a mano, a llargues. Es feliz trotando por sus barrancos, con los perros cazadores al lado, su escopeta presta a ser disparada al ave fugaz o al conejo rastreador. Feliz en su barraca, donde al entrar cuelga la escopeta detrás de la puerta.
El valenciano cree —y no le falta razón— que no es nunca comprendido por el foráneo de la parte de Cataluña, el descendiente de los que llegaron con Jaime el conquistador y sus almogávares a liberarlo de sus ancestros arábigos, con los que siempre se sintió tan a gusto. Tampoco cree ser comprendido por los foráneos del centro peninsular, descendientes de los que, en días más lejanos, llegaron con el Cid y sus mesnadas, también a liberarlos de sus ancestros, a quienes debía cuanto sabía del trabajo de la huerta, sus suaves canciones y sus danzas.
Sí, catalanes y castellanos se empeñaron en liberarlo de lo que más quería el valenciano y, desgraciadamente, lo habían logrado. Le dejaron únicamente el paisaje inmutable, la luna en lo alto, la huerta fecunda, los cantos y los bailes.
Y también un sordo resquemor que con el tiempo se hizo consciente, hasta llegar a ser profundo: desconfianza por todo lo que procediese de Cataluña o de Castilla. Todos los movimientos políticos y sociales procedentes de Madrid o Barcelona eran vistos y acogidos con desconfianza. Si se hacían republicanos, tenía que ser de un republicanismo valencianista, a veces cantonalista.“En lo social, serían cenetistas, pero de una CNT a su manera, sin el talante revolucionario de los cenetistas catalanes, ni a la manera política y centralista de los cenetistas madrileños. Fueron los valencianos los que dieron vida a un cenetismo reformista-revolucionario. A veces, con personajes raros como Tirado, conocido por «Irenófilo Diarot», que polemizara con Salvador Seguí en el año 1922, después de la Conferencia nacional de Sindicatos celebrada en Zaragoza, y que sobre posibilismo revolucionario dejó achicado a Salvador Seguí. Tirado, que después se retiró a un convento —del que seguramente procedía—, del que salió durante la revolución de 1936 para pasar a engrosar las filas del Partido Comunista. Pero también con hombres de sólida contextura obrerista como Domingo Torres, reformista, o José Sánchez Requena, sindicalista jacobino, oscilando siempre entre los «tribunales de sangre» y los abrazos con los falangistas.
En fin, cenetistas de un revolucionarismo sui generis, que aportaron al «treintismo» las contradicciones que habían de incapacitarlo para poder resistir al empuje de la doctrina activista del anarquismo «faísta» barcelonés.
No donarem més voltes sobre les idees ja exposades abans. A més, en este cas, el text d’Oliver és suficientment descriptiu i extens. Sols indicarem que hi ha un clar interés en Garcia Oliver per conèixer als valencians; en el fons, un interés profund de recordar i conèixer al seu pare, un home de Xàtiva que va emigrar a Reus i que va morir l’any 1936, just en el moment de la mort de Durruti.
Hi ha en Garcia Oliver un desig de connectar amb les seues arrels valencianes i de conèixer-les millor, València no era per a ell tan sols un lloc geogràfic més, sinó també un vincle emocional amb el seu passat familiar.
Pude asistir al entierro de mi padre, al que verdaderamente conocí muerto.