23 septiembre, 2023

El adivino de Nanuk

Imagino a la peña abandonando las ciudades. En masa. Yéndose a vivir a zonas rurales muy alejadas. En comunidades en las que importa más el bienestar de tu vecino que las injusticias acontecidas a miles de quilómetros de allí.

Con cines y fútbol. En el que te ponen dos pelis cada mes y vas a ver el partido del equipo local. Y te vale. Te vale porque te encanta revisitar los clásicos y el fútbol te gusta igual; independientemente de quién y cómo juegue, y si cobra millones o cervezas en el bar.

Con Estados nación que han perdido todo su significado. En los que te importa una mierda quién gobierna a cientos de quilómetros de allí. Por fin no debes conocer el nombre de esa persona que desconoce tu existencia y rige sobre ella. Ya no importa. Y solamente participan en las elecciones unos pocos que ya no deciden sobre nada que afecta a tu vida.

Y todo ello después de que el mundo estuviese unido en una comuna liberal universal. Sí, comuna liberal. En la que todo era compartido, venerado y odiado al mismo tiempo.

Pero ya no podías más. Había demasiadas cosas que debían importarte. Lo que ayer te exigía una opinión hoy dejaba de ser relevante. Demasiado sobre lo que saber. Y decidiste que ese mundo ya no era para ti. Dejó de importarte todo.

El mundo era una basura. Y era maravilloso vivir en él. Pero esos malditos problemas eran continuos, y no te afectaban en nada, pero nunca desaparecían y algún día arruinarían todo aquello que te importaba.
Con lo fácil que hubiera sido que alguien te escuchara para resolverlos…

Lo creíste. Y lo abandonaste. Y no fuiste el único.

Como tantas otras veces, no eras el único que pensaba así; ya nadie soportaba el mundo que debía conocer, que debía experimentar, que debía cuidar, que debía amar.
Todo el mundo lo abandonó. Y con el tiempo nadie quedó para cuidar de la máquina.

Había costado siglos y millones de muertes crearla y se abandonó. Sin más. Y no te importó. Ni a ti ni a nadie. Y no te sorprendió descubrir que realmente no la necesitabas. Aunque ella seguía esperando tu vuelta.

Y así viviste tu vida. Con preocupaciones, que no hundirían tu vida, pero preocupaciones. Y mentiras, y falsedad, e hipocresía, y gilipollas, y toda la basura que habías abandonado. Pero conocidas. Mentiras, hipocresía y falsedad de personas que resultaron ser igual que tú.

El tiempo pasó. La máquina se olvidó. Y la muerte llegó.

La máquina te buscó y mató aquello que necesitabas para vivir. Todo el mundo se marchó y nadie se preocupó de ella. Y la máquina exigió tu vuelta arrasando lo poco que te atreviste a construir.

Y no pudiste volver. No tenías el valor de hacerlo. No querías enfrentarte a todo aquello de lo que huiste, a todas aquellas preguntas a las que no tenías respuestas. Ninguno de vosotros volvió.

Pero alguien debía volver. La máquina exigía ser gobernada y alguien debía de hacerlo.

Tus hijos volvieron.

Y se encontraron con la máquina. Y con las mismas preguntas que tú no supiste responder. Y tampoco ellos supieron cómo hacerlo.

Y nunca supieron que la máquina funcionó mejor que en el pasado. Siempre dando problemas. Nadie se lo contó. Y las preguntas cambiaron. Las opiniones cambiaron, las preocupaciones cambiaron. Y la máquina volvió a funcionar con esplendor.

Ellos la odiaron, siempre dando problemas, sin dejarles vivir en paz, pero no huyeron, se quedaron. Los afrontaron.


Y esto es lo que puedo ver. Y como todo futuro: una vez revelado es probable que no acontezca.

Nanuk quedó pensativo. Unos largos segundos sin decir nada. Mirando sin pestañear a aquel hombre que se hacía llamar adivino con la total convicción de que habían sido los veinte euros mejor gastados de los últimos meses.

Finalmente, le comento:

¿Y sobre mi erizo? ¿Puede decirme algo?